La Última Campanada (Cuento)

En el centro del pueblo de San Antonio se alza una iglesia antigua de piedra negra, cuya torre apunta como un dedo acusador13570415871?profile=RESIZE_400x hacia el cielo. Nadie ha entrado desde 1975, el año en que, dicen, el padre Custodio celebró su última misa y cerró las puertas por dentro. Desde entonces, la iglesia permanece intacta, pero la campana suena sola cada año, siempre el mismo día, a la misma hora: a las 3:00 a.m. del 2 de noviembre.

Dicen que esa campanada marca el juicio de un alma, y que cada vez que suena, alguien muere sin explicación. La gente ha aprendido a no salir esa noche, ni siquiera mirar en dirección al templo.

Atraída por la leyenda, llegó a San Antonio una investigadora de patrimonio religioso: Clara Mendoza, especializada en restaurar iglesias coloniales. A sus 34 años, no creía en leyendas ni en maldiciones. Solo le interesaban los registros del Vaticano sobre iglesias clausuradas.

—Quiero entrar —anunció Clara en la oficina del Delegado Municipal.

Un silencio sepulcral se apoderó de la sala. El Delegado, un anciano llamado Hilario, la miró con compasión.

—Entonces, hija… escribe una carta de despedida. Como lo hacen todos los que cruzan esa puerta.

La noche del 1 de noviembre, Clara se paró frente a la iglesia. Llevaba una linterna, una cruz de plata y una llave antigua que Hilario le había dado temblando. Nadie salió a detenerla. Nadie quiso mirar.

Abrió la puerta principal con un chirrido que pareció dolerle al mismo edificio. Dentro, todo estaba tal como lo dejaron: bancas cubiertas de polvo, un altar agrietado y un púlpito desgastado.

Pero lo más inquietante eran los retratos enmarcados a los lados: decenas de rostros humanos, todos con los ojos tapados por vendas negras. No pintados. Fotografías reales.

Clara avanzó hasta el altar y notó que el crucifijo estaba al revés.

Entonces la campana sonó.

Dong…

La luz de su linterna comenzó a parpadear. Afuera, el cielo se ennegreció como tinta.

Dong…

Los retratos comenzaron a sangrar por debajo de las vendas. Un coro de voces —en susurros y gritos— empezó a rezar algo que no estaba en latín… ni en ningún idioma conocido.

Dong…

La puerta se cerró sola. Clara trató de correr, pero sus pies ya no se movían. Miró sus manos: estaban cubiertas de escritura antigua, como tatuajes que aparecían al instante. Estaba siendo marcada.

Una figura emergió del altar. No era un sacerdote. Era el Padre Custodio, o lo que quedaba de él. No tenía rostro, solo un hueco oscuro donde debería haber ojos.

—Has venido a oír la última confesión —dijo.

Y extendió una Biblia abierta. Clara la tocó… y todo se volvió negro.

A la mañana siguiente, la iglesia seguía cerrada. Pero la campana no volvió a sonar.

Los días pasaron. El 2 de noviembre llegó y se fue, sin víctimas, sin juicios. La gente respiró aliviada… hasta que un niño dijo que, al pasar frente a la iglesia, oyó pasos y una mujer cantando en voz baja desde el púlpito.

Nadie entró a verificar.

Pero desde entonces, la campana no volvió a sonar. Y en la oficina del Delgado Municipal, donde antes no había ningún retrato, ahora cuelga uno nuevo. Una mujer de cabello castaño, de mirada firme.

Sus ojos están tapados con una venda negra.

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