En una ciudad de calles bulliciosas, vivían dos hermanos, Camila y David. Camila tenía nueve años y estudiaba en la primaria, mientras que David, con quince años, cursaba la secundaria en el turno vespertino. Sus vidas habían cambiado drásticamente en el último año, cuando el destino les arrebató a sus padres. Su madre había luchado valientemente contra el cáncer, pero finalmente, la enfermedad la venció. Su padre, devastado por la situación, había muerto en un accidente automovilístico mientras se dirigía al hospital a ver a su esposa por última vez.
Desde entonces, David y Camila quedaron huérfanos, solos en un mundo que les parecía injusto y cruel. David, a pesar de ser joven, tuvo que asumir el rol de cabeza de familia, cuidando a su hermana con el poco conocimiento que tenía de la vida. Sin embargo, el peso de la responsabilidad y el dolor de la pérdida lo habían llenado de una ira constante. Se sentía traicionado por la vida, como si el mundo hubiera conspirado en su contra.
Cada mañana, David preparaba el desayuno para Camila y la llevaba a la escuela antes de irse a sus clases. Él trataba de hacer todo bien, pero la tristeza y la rabia lo consumían. Su voz siempre era áspera, y aunque intentaba no mostrarlo, su mirada estaba cargada de resentimiento.
Camila, a su manera, comprendía lo que estaba sucediendo. Echaba de menos a sus padres, pero su dolor era diferente. Aunque se sentía triste, no guardaba rencor. En cambio, trataba de encontrar pequeños momentos de alegría en las cosas simples, como cuando su hermano le preparaba su comida favorita o cuando la llevaba al parque los fines de semana, aunque él no pareciera disfrutarlo.
Un día, después de clases, Camila notó que David estaba más callado de lo habitual, y no solo por su usual enojo. Estaba sentado en el sofá, con la mirada perdida. Camila se acercó y, con voz suave, le dijo: "David, sé que estás enojado, pero no quiero que estés triste todo el tiempo. Mamá y papá no querrían que vivieras así."
David levantó la vista, sorprendido por la madurez de las palabras de su hermana. Era la primera vez que Camila mencionaba a sus padres desde que habían muerto. Se quedó en silencio, sin saber qué responder.
Camila continuó: "Yo también los extraño mucho, pero quiero que estemos bien. Sé que es difícil, pero tú y yo nos tenemos el uno al otro."
Las palabras de Camila fueron como un bálsamo para el corazón de David. Por primera vez en mucho tiempo, dejó caer las barreras que había levantado alrededor de su corazón y comenzó a llorar. Lloró por su madre, por su padre, y por todo el dolor que había estado reprimiendo.
Camila se sentó a su lado y lo abrazó, sin decir nada más. Ambos se quedaron así por un largo rato, compartiendo un dolor que solo ellos podían entender.
Esa noche, David se dio cuenta de algo importante: su hermana lo necesitaba, no solo como cuidador, sino como su hermano. Aunque no podía cambiar lo que había sucedido, podía decidir cómo enfrentar la vida a partir de ese momento. Entendió que seguir enojado con el mundo no los llevaría a ninguna parte, y que, aunque sería difícil, podían encontrar la manera de seguir adelante juntos.
A partir de ese día, David empezó a cambiar. Seguía siendo difícil, y la tristeza no desapareció de un día para otro, pero comenzó a tratar de encontrar pequeños momentos de felicidad junto a Camila. Empezó a sonreír más, a jugar con ella y a disfrutar de las pequeñas cosas que antes pasaban desapercibidas.
Los dos hermanos, a pesar de su pérdida, encontraron una manera de sobrellevar su dolor juntos. Con el tiempo, el enojo de David se transformó en fuerza y determinación para proteger a su hermana y darle la vida que ambos merecían. Aunque la herida en sus corazones nunca sanaría por completo, habían aprendido a vivir con ella, siempre apoyándose el uno al otro, como una verdadera familia.