En el corazón de cada aula habitan seres invisibles que acompañan al maestro todos los días. No son alumnos ni autoridades, tampoco son fantasmas en el sentido literal, pero pesan, se sienten y dejan huellas profundas. Son los monstruos de la docencia: el cansancio emocional, la carga mental, la autoexigencia, la culpa y la frustración invisible.
Cada uno tiene su forma, su voz y su momento para aparecer. El cansancio emocional es el más silencioso. Se instala despacio, entre reuniones interminables, tareas pendientes y la constante atención que demanda el grupo. No es solo agotamiento físico; es el desgaste de dar tanto, de contener, de escuchar, de resolver lo que muchas veces escapa a la propia fuerza del docente.
La carga mental es un monstruo que nunca duerme. Mientras el maestro intenta descansar, ella susurra recordatorios: planear la clase de mañana, llenar formatos, pensar cómo ayudar a ese alumno que no avanza, o cómo explicar mejor ese tema que nadie entendió. Es el ruido permanente de quien trabaja incluso cuando su jornada terminó.
La autoexigencia es el monstruo más exigente. Habita en los ideales del buen docente: innovar, motivar, comprender, lograr resultados. Pero cuando no se alcanza la perfección, la autoexigencia se convierte en juez implacable. Nunca es suficiente, siempre se puede hacer más, siempre se puede ser mejor.
Luego llega la culpa, disfrazada de responsabilidad. Culpa por no poder con todo, por enfermarse, por necesitar un descanso, por llegar tarde 15 minutos y que te lo señale un inexperto, por no cumplir con cada expectativa. La culpa se alimenta del compromiso, y cuanto más ama el docente su labor, más se deja devorar por ella.
Finalmente, está la frustración invisible, aquella que nadie ve porque el docente sonríe, sigue adelante, aparenta fortaleza. Es la tristeza callada de quien da lo mejor y a veces recibe indiferencia, incomprensión o crítica. Es la sensación de que el esfuerzo se diluye, de que los logros no siempre se reconocen, de que la pasión se enfrenta a muros burocráticos.
Pero incluso rodeado de monstruos, el docente sigue. Porque también existen otras presencias: la sonrisa de un alumno, el agradecimiento de un padre, la chispa en los ojos de quien por fin entendió. Esos son los antídotos invisibles, los que mantienen viva la vocación.
Reconocer estos monstruos no es rendirse ante ellos, sino nombrarlos para poder enfrentarlos. La docencia necesita espacios de cuidado, de apoyo emocional, de descanso y de reconocimiento. Solo así los monstruos pierden fuerza, y el maestro puede volver a ser lo que siempre fue: un faro que, aun cansado, sigue iluminando.