La Casa de los Relojes Rotos (Cuento)

En un pequeño pueblo llamado San Miguel de Comondú, escondido entre montañas y envuelto siempre en una ligera neblina,13570412063?profile=RESIZE_400x existía una casa antigua que todos conocían, pero nadie se atrevía a habitar. Le llamaban “La Casa de los Relojes Rotos”. Su fachada estaba cubierta de hiedra y sus ventanas, aunque intactas, parecían siempre empañadas por dentro. Lo más extraño era que desde la calle se escuchaba el tic-tac incesante de decenas de relojes… aunque nadie los había visto jamás.

Cada año, durante el mes de octubre, alguien nuevo llegaba al pueblo y, por curiosidad, intentaba entrar en la casa. Nadie salía. Y nadie del pueblo preguntaba. Era como si todos supieran que algo viejo y oscuro moraba ahí, algo que no quería ser descubierto.

Un día, llegó al pueblo una joven llamada Ana, de unos 22 años, estudiante de antropología y fanática de las leyendas urbanas. Había leído en un blog antiguo sobre aquella casa en San Miguel de Comondú, y decidió investigar por su cuenta. Era escéptica, no creía en fantasmas ni maldiciones, solo quería escribir una buena tesis.

—"Si nadie entra y sale, ¿cómo saben que hay relojes dentro?" —preguntó Ana en la panadería.

—"Porque a veces, a la medianoche, todos suenan al mismo tiempo" —respondió el panadero, bajando la voz—. "Y uno de ellos, siempre, marca la hora exacta en que alguien muere".

Ana alquiló una pequeña cabaña cerca de la cañada del pueblo, pero la noche de su llegada no pudo resistir la tentación. Se acercó a la casa y, para su sorpresa, la puerta principal estaba entreabierta. Entró.

El interior olía a polvo y madera húmeda. No había electricidad, pero la luna iluminaba lo suficiente. Las paredes estaban cubiertas de relojes de todos los tamaños y estilos: de péndulo, de bolsillo, de cocina, cucús… Y todos, absolutamente todos, estaban detenidos. Cada uno marcaba una hora distinta, como si hubieran muerto en momentos específicos.

Ana subió al segundo piso y vio una habitación donde el aire parecía más denso. Allí encontró un escritorio con un cuaderno abierto. Al hojearlo, vio nombres. Fechas. Horas. Todos tachados, salvo el último:
“Ana Torres – 3:03 a.m.”

Su corazón se aceleró. Miró el reloj de la habitación. Estaba detenido a las 3:03.

Ana intentó salir, pero las puertas ya no se abrían. Por la escalera comenzaron a descender sombras con forma humana, pero sin rostro. Cada sombra parecía salir de un reloj. El tic-tac volvió, ahora ensordecedor. Los relojes cobraban vida, sus agujas giraban en reversa. La casa parecía devorar el tiempo mismo.

Entonces entendió: cada reloj guardaba un alma atrapada. Gente que había entrado, como ella. La casa era un santuario del tiempo robado. Una prisión sin barrotes. Cada visitante se convertía en el próximo en ser marcado por un reloj.

Pero Ana no se rendiría.

Recordó que en muchas culturas, romper el ciclo del tiempo podía liberar espíritus. Tomó un reloj de pared y lo estrelló contra el suelo. Un grito ahogado salió de él. Luego otro. Uno por uno, comenzó a destruir los relojes. Las sombras gritaban. La casa temblaba. El aire se tornó rojo.

Hasta que solo quedó uno. El suyo. El que marcaba las 3:03.

Lo sostuvo en sus manos. Dudó.

Entonces, una voz detrás de ella susurró:
—Si rompes ese, nunca sabrás si lograste escapar… o si solo te uniste a nosotros.

Ana lo rompió.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó sin neblina. Los relojes ya no sonaban. La casa seguía ahí, pero silenciosa y tranquila. Por primera vez en décadas, las ventanas estaban limpias. Y en una de ellas, una figura femenina parecía mirar hacia el arroyo, como si estuviera libre… o vigilante.

Ana nunca volvió a ser vista. Pero su historia quedó escrita en un nuevo cuaderno dentro de la casa. Y su nombre, ahora tachado, dejó espacio para otro:

"Tú. — ??? —"

Y desde entonces, si alguien se acerca demasiado, un reloj comienza a marcar tu hora.

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