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La Historia de Henoc

Mi nombre es Henoc y estoy en primer grado de secundaria. Todos dicen que este es un nuevo capítulo en mi vida, lleno de 13034289070?profile=RESIZE_400xoportunidades y nuevas amistades, pero para mí, la escuela se ha convertido en un lugar confuso y solitario. Me siento perdido en estos grandes edificios, con sus aulas llenas de caras desconocidas, maestros que no me entienden, prefectas que me dicen fajate y abrochate los tenis y compañeros que parecen no notar que existo.

Desde el primer día, nada parece tener sentido. En la pared de la entrada está pegado el horario de clases, pero no logro entenderlo y luego lo cambian. Las letras, los números y los nombres de las materias se mezclan en mi cabeza. A veces trato de preguntarle a mis maestros, tomale una foto me dicen, ni celular traigo, me siento como si estuviera hablando otro idioma con ellos. Sus respuestas no me aclaran nada, y me quedo igual de perdido, solo que ahora también me siento frustrado. Es como si todos supieran lo que tienen que hacer, menos yo.

Mis compañeros ya han formado sus grupos, hablan entre ellos y ríen, pero nadie me hace caso. Me acerco, intento entrar en las conversaciones, pero no logro que me presten atención, el martes jugamos futbol contra los del 2 B y nadie me pasó el balón. A veces me siento como un fantasma en los pasillos, alguien que está ahí pero que nadie ve. Cuando logro hablar con alguien, noto que sus respuestas son rápidas, como si tuvieran prisa por alejarse de mí.

Aparte de la confusión que siento cada día, también está el dolor de las burlas. Soy nuevo en la secundaria y estar en primer grado me hace sentir más pequeño que el resto. Algunos chicos mayores se burlan de mí porque soy de los “nuevos”. Caminan por el pasillo y me empujan o se ríen cuando cometo errores, el vienes pasado se me cayo un boli en el pasillo donde esta el salón de ingles y todos me gritaron y no me bajaron de pen&%jo. Los comentarios duelen más de lo que puedo admitir. “Ahí va el perdido”, dicen algunos. Y lo peor de todo es que tienen razón. Estoy perdido, no solo en los pasillos, sino en la escuela, en mi vida social, en todo este caos que no logro controlar.

Es extraño cómo puedes estar rodeado de cientos de personas y aun así sentirte completamente solo. Hay momentos en que me siento invisible. Veo a los demás chicos riendo, compartiendo sus historias del fin de semana, jugando fútbol durante el recreo, y me pregunto: ¿Por qué no puedo ser parte de eso? La soledad se convierte en una compañera constante, una sombra que me sigue a todas partes. Me siento atrapado en un ciclo de aislamiento y tristeza.

Cada día me esfuerzo por hacer que las cosas cambien. Intento entender el horario, ser más sociable, levantar la mano en clase, pero nada parece funcionar. A veces me pregunto si los demás notan lo duro que es para mí estar aquí, o si simplemente no les importa.

En clase, las cosas tampoco son fáciles. Los maestros explican temas que no logro comprender. Levanto la mano para hacer preguntas, pero sus respuestas parecen no ajustarse a mis dudas. Me siento avergonzado de seguir sin entender después de que me explican. Los demás alumnos avanzan, pero yo me quedo atascado en mi confusión. ¿Por qué no puedo comprender como ellos?

He intentado quedarme después de clase para hablar con los maestros, pero no siempre tienen tiempo. Sus respuestas suelen ser rápidas, y aunque sé que intentan ayudar, no logro sentirme comprendido. Es como si lo que necesito no encajara con lo que ellos están acostumbrados a ofrecer.

A pesar de todo, quiero que las cosas mejoren. No sé cómo, pero no quiero seguir sintiéndome tan perdido. He pensado en hablar con la orientadora o la psicóloga de la escuela, pero me da miedo que las cosas no cambien. Pienso en lo que les diría: Me siento invisible, incomprendido y solo.

Quiero tener amigos, entender mis clases, disfrutar el recreo, y dejar de sentir que no pertenezco a este lugar. Quiero ser como los demás, pero no sé cómo llegar hasta ahí.

Cada día que pasa en la secundaria se siente más pesado para mí. Me he acostumbrado a la rutina de sentirme invisible, perdido entre horarios que no entiendo y compañeros que no me hablan. Pero algo dentro de mí todavía quiere cambiar las cosas. No quiero seguir sintiéndome así, pero la pregunta siempre está presente: ¿Cómo puedo hacer que todo sea diferente?

Un día, después de una clase particularmente difícil de matemáticas, decidí no ir al receso de las 9:30. En lugar de eso, me quedé en el aula, solo, mirando mi cuaderno lleno de apuntes que no entendía. Mis pensamientos iban de un lado a otro cuando la puerta del salón se abrió. Era la maestra de matemáticas, la profesora Dalia, quien había olvidado su desayuno en el aula. Me miró por un momento, sorprendida de verme ahí.

—Henoc, ¿por qué no estás en el receso? —preguntó con amabilidad, lo cual fue raro porque siempre la había visto como una maestra muy seria.

No supe qué decirle, pero después de un largo silencio, las palabras salieron sin pensarlo mucho.

—Me siento perdido. No entiendo nada de las clases, ni el horario. Nadie me escucha, y… ya no sé qué hacer.

Sus ojos se suavizaron. En lugar de apurarse a recoger sus cosas e irse, se sentó en una de las sillas frente a mí.

—A veces el inicio en la secundaria puede ser duro —dijo con un tono comprensivo—. ¿Por qué no me dijiste antes que tenías estos problemas?

Le expliqué que ya lo había intentado, que había hecho preguntas en clase, pero que no me sentía comprendido. Sentí que por primera vez alguien estaba escuchando, de verdad, lo que yo tenía que decir. La profesora Dalia me escuchó con atención y me prometió que haríamos algo para cambiar las cosas.

Al día siguiente, después de las clases, la profesora Dalia me llamó para hablar sobre cómo podríamos mejorar mi situación. Me ofreció algo que no esperaba: tiempo extra después de las clases para revisar el horario juntos y ayudarme a entender mejor los temas de matemáticas. Ella sabía que no podía resolver todos mis problemas, pero estaba dispuesta a dar un paso para que al menos me sintiera más seguro en una de las materias.

Durante ese tiempo después de la 1:20 en el aula, la maestra no solo me enseñaba matemáticas, sino que también me escuchaba hablar sobre lo que sentía. Poco a poco, empecé a comprender que no estaba solo, que había alguien que realmente se preocupaba. Y esa pequeña chispa de comprensión me dio el valor para intentar mejorar otros aspectos de mi vida escolar.

Con la ayuda de la maestra, me sentí más seguro en clase, pero el receso seguía siendo un desafío. No era fácil acercarme a los demás, y los recuerdos de las burlas seguían pesando. Un día, decidí que debía dar un paso adelante. Observé a un grupo de chicos jugando fútbol. Me acerqué, aunque con miedo, y pregunté si podía jugar.

—¿Juegas bien? —me preguntaron con un tono algo burlón.

Quise huir en ese momento, pero recordé las palabras de la profesora Dalia: “A veces las personas solo necesitan conocerte para entender que tienes algo que aportar”. Así que, con todo el valor que tenía, respondí:

—No sé si juego bien, pero quiero intentarlo.

Sorprendentemente, me dejaron jugar era en la cancha de tierra detrás del salón de artes. No fue fácil, y cometí errores, pero al final del partido, uno de los chicos, Cosme, me palmeó la espalda.

—No juegas tan mal —dijo con una sonrisa—. La próxima vez te enseñamos algunos trucos.

Ese pequeño gesto de amabilidad, aunque sencillo, significó mucho para mí. Por primera vez desde que llegué a la secundaria 5, sentí que podía pertenecer a algo, que tal vez, con el tiempo, podría formar parte del grupo.

A medida que pasaban los días, las cosas empezaron a mejorar poco a poco. No fue un cambio drástico, ni todo se resolvió de la noche a la mañana, pero los pequeños logros se fueron acumulando. Comencé a sentirme más seguro en clase, gracias a las sesiones extras con la profesora Dalia, y mis interacciones con mis compañeros, aunque aún tímidas, empezaron a ser más positivas.

Me di cuenta de que la escuela no era solo un lugar donde aprender matemáticas o ciencias, sino también un espacio donde debía aprender a conectarme con los demás, a construir relaciones y a superar mis propios miedos. No era fácil, pero cada día me daba una pequeña meta: hablar con un compañero nuevo, participar más en clase o simplemente sonreír más, aunque no siempre tuviera ganas.

Aún hay días en los que me siento perdido, en los que las clases son difíciles o me siento solo en el receso. Pero ahora sé que no estoy completamente solo. Sé que hay personas como la profesora Dalia, dispuestas a escuchar y ayudar, y que poco a poco puedo construir mi propio camino en la secundaria 5.

Mi historia no termina aquí. Todavía estoy aprendiendo, no solo de las materias escolares, sino de la vida misma. Y aunque todavía me falta mucho por recorrer, ya no me siento completamente perdido. Ahora tengo un mapa, aunque a veces las rutas no sean claras, y sé que puedo encontrar la salida, siempre y cuando siga avanzando.

Como comentario. La historia de Henoc es un recordatorio de que muchos estudiantes enfrentan dificultades que no siempre son visibles para los demás. Para ellos, la escuela puede ser un lugar de soledad, confusión y miedo. Sin embargo, con el apoyo adecuado y la comprensión de los docentes y compañeros, esos estudiantes pueden encontrar su lugar y empezar a florecer. Los pequeños gestos, como escuchar a un alumno o incluirlo en un juego, pueden marcar la diferencia en la vida de un joven que se siente perdido.

Crear un ambiente escolar inclusivo y empático es clave para que cada alumno se sienta valorado, comprendido y capaz de superar los desafíos que enfrenta.

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