Había una casa con jardín en el extremo norte del pueblo de Todos Santos, justo donde comenzaban los árboles más antiguos. Nadie la cuidaba, pero nunca estaba sucia. El pasto crecía perfectamente alineado, las flores no se marchitaban y, lo más curioso, era que nadie recordaba haber visto entrar o salir a alguien… excepto una niña.
Tenía un vestido blanco y caminaba entre las flores descalza, incluso en los días más fríos. A veces cantaba bajito, como si jugara con alguien invisible. Si alguien se le acercaba demasiado, simplemente desaparecía entre los girasoles. Pero todos sabían que ella estaba allí. Siempre.
Un día llegó a Todos Santos el profesor Matías Durán, enviado por la SEP para hacerse cargo del grupo de educación especial. Le asignaron una pequeña aula en la escuela rural… y una casa frente al jardín silencioso.
La primera noche, Matías oyó una canción tenue, como una nana. Se asomó por la ventana y la vio. La niña.
Estaba arrodillada frente a una lápida enterrada entre las flores. Movía los labios pero no salía sonido alguno.
A la mañana siguiente, preguntó por ella en la escuela. Todos bajaron la mirada. Una maestra vieja, la única que respondió, dijo:
—Esa niña murió hace más de treinta años… y desde entonces cuida ese jardín. Nadie debe hablarle. Nunca.
Matías no era supersticioso. Pensó que era una historia para espantar a los foraneos. Así que esa tarde, al volver de clases, entró al jardín. No vio a la niña al principio. Solo las flores, perfectas. Caminó hasta la lápida. No tenía nombre. Solo una fecha:
31 de octubre de 1993.
De pronto, sintió un escalofrío. Al voltear, la niña estaba detrás de él, muy cerca. Tenía los ojos abiertos de más, como si no pudiera parpadear. Y sus manos, aunque pequeñas, estaban llenas de tierra seca.
—¿Quieres jugar conmigo? —susurró.
Antes de que pudiera responder, todo a su alrededor cambió. El cielo se volvió oscuro, las flores murieron al instante y el aire olía a podredumbre. El jardín ya no era un jardín… sino un cementerio sin cruces. Las sombras se movían solas. Voces infantiles se oían desde debajo de la tierra.
—Una vez que juegas, ya no puedes irte —dijo la niña, sonriendo.
Matías fue hallado una semana después, en la entrada del pueblo, descalzo, sin hablar, con los ojos fijos y tierra bajo las uñas. Nunca volvió a enseñar. Nunca volvió a hablar.
Desde entonces, cuando alguien nuevo llega a Todos Santos, la gente del pueblo advierte:
“No te acerques al jardín. Y si la niña te invita a jugar… corre.”
Porque el jardín sólo florece cuando alguien nuevo entra a él. Y cada flor es el alma de un niño o un adulto... que ya no pudo salir.