En la cima del cerro viejo se encuentra el cementerio de El Triunfo. Antiguo, con lápidas carcomidas y mausoleos olvidados, es un sitio donde el viento nunca sopla y los cuervos parecen tener nombre. Pero lo que pocos saben —y nadie menciona— es que bajo ese cementerio hay un sistema de túneles y cuevas que fueron selladas con cruces de hierro hace más de 100 años.
Los abuelos decían que allí abajo no descansan los muertos, sino lo que quedó de los vivos que desafiaron la oscuridad. Los pocos que intentaron explorarlas jamás volvieron. Sólo uno logró salir... y nunca volvió a hablar.
A El Triunfo llegó un arqueólogo joven y ambicioso llamado Leonel Rivas, con una obsesión por los lugares malditos. Había leído sobre El Triunfo en un diario viejo, donde se hablaba de una “cripta subterránea sellada con sangre”. Para él, era más mito que advertencia.
Con ayuda de un dron y una cámara térmica, localizó una entrada oculta bajo un mausoleo cubierto de hiedra. Lo que encontró lo dejó helado: una trampilla de piedra con un símbolo tallado que parecía un ojo… pero con una lágrima invertida.
Esa noche, sin avisar a nadie, bajó solo.
Los túneles eran estrechos y fríos. Cada paso parecía despertar ecos que no venían de sus pies. Llevaba linternas, baterías, cuerdas… pero pronto se dio cuenta de que allí abajo, la lógica no funcionaba como en la superficie.
El pasadizo se dividía en siete caminos. Escogió uno al azar.
A medida que avanzaba, comenzó a escuchar voces. Al principio, pensó que eran alucinaciones auditivas. Pero no. Eran claras. Algunas lo llamaban por su nombre. Otras recitaban fragmentos de su pasado que nadie más conocía.
Una voz —la de una niña— le pidió que la salvara. Otra, más grave, le ofreció el conocimiento eterno si caminaba descalzo. Las paredes comenzaron a latir, como si estuvieran vivas.
Y entonces, la linterna se apagó.
Al encender su linterna de respaldo, encontró una sala circular, llena de nichos vacíos. En el centro, había una mesa de piedra con una calavera humana aún cubierta de carne fresca, como si acabara de morir.
Detrás de él, alguien murmuró:
—Gracias por venir, Leonel. Te estábamos esperando.
Las voces se unieron en un canto gutural. De las paredes comenzaron a salir figuras humanas arrastrándose. Algunos vestían ropas de otras épocas. Tenían ojos, pero no párpados. Boca, pero sin lengua. Cada uno parecía haberse quedado atrapado en un ciclo sin fin… un ciclo que exigía una nueva alma para continuar.
Leonel corrió. Corrió por túneles que ya no recordaba. Gritó, lloró, rezó… hasta que encontró una luz lejana. Cuando salió, era de día. Pero algo había cambiado.
Leonel fue hallado caminando descalzo por el cementerio. Con la mirada perdida y las manos llenas de tierra. Nadie pudo sacarle palabra.
Esa misma noche, en la entrada del mausoleo, apareció una inscripción que no estaba antes:
"El que oye las voces, no las olvida jamás."
Y desde entonces, cada noche, si te acercas demasiado a las tumbas antiguas, puedes oír cómo alguien golpea las paredes desde abajo.
Golpea. Pide ayuda. O quizás… te llama por tu nombre.