Sebastián tenía diez años y estudiaba en una escuela primaria en un barrio tranquilo. Era un niño inteligente y amable, pero también muy tímido. Le gustaban los libros de aventuras y soñaba con ser escritor algún día. Sin embargo, en la escuela, su vida no era como en sus historias favoritas.
Desde hacía meses, un grupo de compañeros lo molestaba todos los días. Al principio eran solo burlas: que si su cabello era desordenado, que si sus lentes eran grandes, que si siempre levantaba la mano para responder en clase. Pero luego todo empeoró. Lo empujaban en el recreo, le escondían la mochila y a veces, incluso, lo golpeaban cuando nadie veía.
Sebastián nunca dijo nada en casa. No quería preocupar a sus papás. Creía que si lo ignoraba, el problema desaparecería. Pero no fue así. Una tarde, mientras caminaba por los pasillos de la escuela con los ojos llenos de lágrimas, susurró en voz baja:
—¿Por qué me golpean todos?
Nadie parecía escucharlo, pero sí lo hizo Camila, una niña de su clase que siempre lo veía sentado solo en el patio. Ella se acercó con cuidado.
—Sebastián, ¿estás bien?
Él bajó la cabeza, avergonzado.
—No...— respondió con voz temblorosa.
Camila no lo dudó. Lo llevó con la maestra, quien, al escucharlo, se preocupó mucho. Inmediatamente llamó a sus padres y al director.
Esa noche, Sebastián habló con sus papás. Al principio, sintió miedo, pero cuando vio la preocupación en sus ojos, entendió que no estaba solo. Sus padres hablaron con la escuela, y poco a poco, las cosas comenzaron a cambiar.
Los niños que lo molestaban recibieron una advertencia y aprendieron sobre el respeto y la empatía. Sebastián, por su parte, encontró en Camila a su primera amiga verdadera. Aprendió que hablar y pedir ayuda no era ser débil, sino ser valiente.
Con el tiempo, Sebastián dejó de caminar con miedo por los pasillos. Ya no susurraba preguntas al aire. Ahora, con una sonrisa, decía en voz alta:
—¡Vamos, Camila, que la próxima aventura nos espera!
Y esta vez, no estaba solo.