Hay algo que me persigue, aunque intente dejarlo atrás: mi propio pasado.
Me gustaría decir que lo superé todo, que ya no me afecta lo que viví en secundaria, que los comentarios feos, las miradas de juicio y los momentos de soledad ya no me tocan. Pero no sería verdad. Todavía hay noches en las que escucho esas palabras hirientes como si me las dijeran de nuevo. Todavía me miro al espejo y recuerdo las veces que dudé de mí.
No sé por qué es tan difícil soltar. Quizá porque crecí guardando cada herida en silencio, creyendo que si no hablaba de ellas, desaparecerían. Pero no. Siguen aquí, como fantasmas que aparecen cuando menos lo espero.
A veces me atormenta pensar que esas cosas viejas definan lo que soy ahora. Me pregunto si algún día podré dejar de recordar cómo me sentí cuando me hicieron a un lado, cuando me hicieron sentir menos, cuando me quedé sola en un receso.
Lo raro es que, aunque sé que no estoy en ese lugar, mi mente insiste en llevarme allí. Es como si no quisiera dejarme avanzar. Como si cada logro que consigo tuviera que venir acompañado de un recordatorio de que alguna vez fui débil.
Pero tal vez ahí está la lección: que aunque esos recuerdos duelen, también me hicieron fuerte. Que aunque me atormenten, también me muestran que sobreviví. Que sigo aquí, escribiendo, intentando, viviendo.
El pasado no se va tan fácil, pero tampoco me ha vencido. Y aunque me duela, sé que algún día encontraré la forma de hacer las paces con mis fantasmas.
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