Hoy desperté con el corazón acelerado, pensando en todo lo que tengo pendiente: exámenes, tareas, proyectos, presentaciones. Es como si mi vida estuviera llena de relojes que nunca se detienen. Siento que corro, pero nunca llego.
En clase trato de poner atención, pero mi mente se dispersa pensando en lo que falta. ¿Y si repruebo? ¿Y si no soy lo suficientemente buena? La presión de ser “la hija que saca buenas notas” me pesa más de lo que quiero aceptar. Nadie me lo dice directamente, pero lo siento en las miradas de mis papás, en los comentarios de mis maestros, incluso en la comparación con mis amigas que parecen entender todo a la primera.
A veces me siento tan abrumada que solo quiero llorar en silencio. No porque no me guste estudiar, sino porque siento que todo se mide en números y calificaciones, y no en esfuerzo. Es como si mi valor dependiera de una boleta.
Pero entre tanto estrés, he descubierto que escribir me salva. Poner en palabras mis miedos me recuerda que soy humana, que puedo equivocarme y seguir adelante. También me he dado cuenta de que no estoy sola: mis amigas me animan, me comparten apuntes y hasta se ríen conmigo de lo difícil que es ser adolescente.
Hoy aprendí que no puedo controlar todo, pero sí puedo dar lo mejor de mí sin dejar que la presión me destruya. Tal vez nunca sea perfecta, pero eso no significa que no sea suficiente.
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