Ser docente en una secundaria ubicada en un sector marginado es un reto que va más allá de la enseñanza de contenidos académicos. A menudo, en nuestras conversaciones diarias con compañeros docentes, nos encontramos repitiendo frases como: "Los alumnos no quieren aprender", "no tienen valores", "son groseros", "solo vienen a jugar y a pasar el tiempo". Confieso que en algunos momentos también he caído en esta manera de pensar. Es fácil frustrarse cuando las estrategias didácticas no parecen dar frutos, cuando la disciplina se convierte en un problema constante o cuando la indiferencia de los estudiantes parece ser la norma.
Sin embargo, con el tiempo y con una mirada más atenta, me he dado cuenta de que hay algo mucho más profundo detrás de esa aparente falta de interés. Nuestros alumnos no solo asisten a la escuela con mochilas cargadas de libros, sino también con un peso invisible: las dificultades que enfrentan en su entorno familiar y social.
Muchos de ellos viven en hogares donde la desintegración familiar es el pan de cada día, donde la violencia intrafamiliar es la norma, donde las adicciones y el abandono los han marcado desde la infancia. Para algunos, la escuela es el único espacio donde pueden encontrar un respiro, aunque a veces lo expresen de maneras que no entendemos a simple vista.
Ante esta realidad, he aprendido que nuestra labor docente no puede limitarse únicamente a la enseñanza de conocimientos. Debemos acercarnos a nuestros alumnos con empatía, intentar comprender su contexto y reconocer la carga emocional con la que llegan a nuestras aulas. No se trata de justificar la indisciplina o de minimizar la importancia del aprendizaje, sino de entender que, en muchos casos, el verdadero problema no es la falta de interés en la escuela, sino el caos emocional y familiar en el que están inmersos.
No somos psicólogos ni tenemos la solución para todos sus problemas, pero sí podemos hacer una gran diferencia con algo aparentemente sencillo: escucharlos. Hacerles sentir que no están solos, que hay alguien que los ve, que los comprende y que está dispuesto a caminar con ellos, aunque sea un tramo corto en su vida. A veces, una palabra de aliento, un gesto de comprensión o simplemente nuestro acompañamiento y escucha pueden marcar una diferencia de día bueno y de uno malo, y porque no, podría ser una motivación para un cambio en la dirección de su historia.